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07/16/2024
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Transcripción
Hoy llegamos al último de los Diez Mandamientos en este estudio que estamos haciendo, el cual, como varios otros que he notado a lo largo del camino, es algo desconcertante encontrarlo numerado entre las diez leyes principales por las cuales una nación es establecida por Dios Todopoderoso. El décimo mandamiento dice así: «No codiciarás la casa de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo». Fíjate en que éste no es tan escueto como los mandamientos anteriores, como «No matarás; no cometerás adulterio; no hurtarás; no darás falso testimonio contra tu prójimo».
Estos mandamientos son breves y directos, pero este parece tener un énfasis añadido. No dice simplemente: «No codiciarás», sino que amplía la prohibición. No codiciarás la casa de tu prójimo, la mujer de tu prójimo, el buey de tu prójimo, el coche de tu prójimo, el césped de tu prójimo y se nos da una lista». Y la lista obviamente no es exhaustiva sino representativa, hasta que finalmente se hace la afirmación resumida: «No codiciarás nada que sea de tu prójimo».
¿Qué es la codicia? ¿Qué es codiciar? Codiciar es tan solo querer para uno mismo lo que le pertenece a otro. De nuevo, ¿cómo es posible que esta característica viciosa esté incluida en los Diez Mandamientos; aunque aparezca al final, es el último, pero por qué se incluiría entre los diez? ¿Cuál es el gran problema de codiciar? Antes de tratar de responder estas interrogantes, permíteme hacer esta pregunta: ¿Cuántos sermones has escuchado en tu vida sobre la codicia?
He pasado mucho tiempo en iglesias y no sé cuántos sermones he escuchado en mi vida, pero no puedo pensar en un solo sermón que haya escuchado en mi vida sobre el pecado de la codicia. Sin embargo, está entre los Diez Mandamientos. No solo eso, si sacaran sus concordancias y buscaran la palabra «codiciar» o «codicia» o «avaricia» y ven todas las entradas que aparecen en las Sagradas Escrituras, estoy seguro de que se asombrarán de la frecuencia con que la Palabra de Dios habla de este problema. De hecho, parece haber una proporción inversa entre la frecuencia con la que Dios habla de ello y la poca frecuencia con la que nuestros predicadores hablan de ello, porque no creo que hayamos captado la gran importancia de este problema humano.
Hace poco leí un ensayo sobre el vandalismo, que me pareció extremadamente revelador y el autor de este ensayo relacionaba el problema del vandalismo, que supone un gasto multimillonario para nuestra nación, con el décimo mandamiento y la prohibición de la codicia. El autor de este ensayo dijo: «¿Cómo podemos explicar el vandalismo?». El robo lo puedes entender; se puede entender por qué alguien, si quisiera lo que tú posees y no lo tiene, se lo apropiaría, lo tomaría para sí. Pero, ¿cómo se explica que no se lo lleven y simplemente lo estropeen o lo destruyan? ¿Cómo se explica que alguien entre en el estacionamiento de un centro comercial y, al pasar junto a los autos cuyos propietarios ni siquiera conoce, saque una llave del bolsillo y, con ella arañe intencionadamente la superficie de los autos por los que pasa?
Esa práctica se llama rayar. ¿Cómo se puede explicar que alguien se suba a un auto y conduzca por un barrio residencial y, por emoción o por diversión, destroce los buzones de correo de todo el mundo mientras maneja? Eso se ha convertido en un deporte en nuestro país. ¿Cómo se explica que alguien vaya a una iglesia y, usando pintura en aerosol, pinte grafitis por toda la iglesia o en la propiedad privada de cualquier otra persona?
Recuerdo que cuando estaba en noveno grado ocurrió algo glorioso en nuestra vida. Habíamos crecido en una pequeña comunidad y teníamos una pequeña escuela primaria en nuestro pueblo, que iba desde kinder hasta el octavo grado; no teníamos una escuela secundaria. Los jóvenes de nuestro pueblo tenían que ir en autobús a pueblos vecinos más grandes para ir a la secundaria. Finalmente, nuestra comunidad decidió construir una escuela secundaria y fue una especie de labor conjunta en el que también participaron jóvenes de otros tres distritos, así que cuatro pequeñas escuelas como la nuestra se unieron y de repente ¡Violà! Teníamos una flamante escuela secundaria.
Yo estaba en la primera promoción de esa escuela secundaria. Nunca olvidaré el primer día de clase en la nueva escuela. Lo primero que nos abrumó fue su tamaño y luego entramos por las puertas al gimnasio y allí estaba este piso de madera muy pulida y no solo con un aro de baloncesto en cada extremo. La escuela a la que fui antes tenía un techo tan bajo en el gimnasio que no podías hacer muchos tiros y no podías lanzar la pelota desde muy lejos de la línea de la cancha porque golpeabas el techo. Teníamos una especie de gimnasio muy pequeño. Recuerdo que en octavo grado nos encantaba el nuevo director porque nos compró cinco pelotas de baloncesto nuevas y ya no teníamos que pelearnos para encontrar una pelota con la cual jugar en el gimnasio.
Ahora, entramos en un gimnasio nuevo, con tableros de baloncesto de cristal, tableros a los lados y en los extremos y el largo del gimnasio era probablemente cuatro veces más que la del gimnasio en el que habíamos jugado en octavo grado y tenía sus propios camerinos y todas estas maravillosas instalaciones. Y el primer día de clases entramos a las aulas y he aquí que tenía pupitres nuevos; ni siquiera tenían tinteros como los que tenían nuestros antiguos pupitres. Te puedes imaginar lo viejos que eran aquellos pupitres cuando tenían tinteros y todo eso. Por supuesto, ahora no podíamos mojar el cabello largo de la chica que teníamos delante del tintero como lo hacíamos en primaria. Pero ahora teníamos unos pupitres nuevos y preciosos, estábamos muy entusiasmados.
Recuerdo que al final del año, el día de la graduación, pasé por mi aula y vi lo que les había ocurrido a aquellos pupitres en el transcurso de un año, cuántas iniciales estaban grabadas en la superficie de aquella madera nueva, el daño que habíamos causado para que la clase del año siguiente tuviera objetos viejos. ¿Cómo explicar esa propensión a la destrucción? ¿Qué hay detrás de eso? Lo que hay detrás del vandalismo es lo siguiente: si yo no puedo tener lo que tú tienes, si yo no puedo poseer lo que tú posees, entonces tú tampoco lo vas a disfrutar. Voy a asegurarme de que absolutamente nadie a mi alrededor disfrute de nada que yo no pueda disfrutar personalmente.
Como en el caso del robo, esto refleja un egocentrismo, un egoísmo que es increíble. ¿No es asombroso que el gran mandamiento sea: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y a tu prójimo como a ti mismo?». Si amáramos a nuestro prójimo tanto como a nosotros mismos, nunca le robaríamos, nunca lo mataríamos, nunca daríamos falso testimonio contra él, ni codiciaríamos lo que posee. Porque en nuestro amor por el prójimo, como nos dice el apóstol, nos gozaríamos con los que se gozan y lloraríamos con los que lloran.
Como nos dice la ética de Cristo, que debemos preferirnos los unos a los otros por encima de nosotros mismos, que es exactamente lo contrario de la codicia, ¿no? Pero puedes ver por qué el gran mandamiento es un resumen nítido y breve de los Diez Mandamientos. ¿Ves cómo la regla de oro incorpora todos estos mandamientos en una esencia concentrada? «Haz a los demás lo que quieras que los demás hagan contigo». Si hiciéramos eso, nunca destruiríamos la propiedad ajena porque no nos gusta que alguien destruya la nuestra, ¿no es así?
Bajo la superficie de la codicia se esconde uno de los pecados que la Biblia cataloga como pecados capitales y es el pecado de la envidia. Resáltalo con tu marcador verde. La envidia es tan engañosa, tan destructiva, que cuando sentimos envidia de los logros de otras personas, envidia de la propiedad de otras personas, envidia de las posesiones o logros de otras personas, no solo no estamos siendo prójimos, no solo estamos odiando a nuestros prójimos, sino que en última instancia, la envidia es una afrenta y un ataque en contra de Dios.
¿Por qué? Porque si tengo envidia de lo que tú posees o de lo que has recibido y comprendo que todo don bueno y perfecto viene de lo alto y comprendo que es solo por providencia divina que tú tienes lo que tienes y yo tengo lo que tengo, tan pronto siento envidia de ti y empiezo a codiciar lo que tienes, ¿qué estoy diciendo de Dios? Estoy diciendo: «Dios, no es justo que le hayas dado esta prosperidad o esta bendición a esa persona y no me lo hayas dado a mí». En realidad me estoy quejando y murmurando y blasfemando contra Dios mismo.
Es por eso que el apóstol Pablo dice en el Nuevo Testamento, «He aprendido a contentarme cualquiera sea mi situación». Él dijo, «He aprendido a tener abundancia como a sufrir necesidad». Es como si el apóstol dijera: «He estado allí; he hecho eso. He prosperado; he sufrido». Es un eco de los sentimientos de Job, a quien Dios había dotado de bendiciones materiales incalculables y luego todo le fue quitado y ¿qué dijo? «El Señor dio y el / Señor quitó; / Bendito sea el nombre / del Señor», porque Job entendió que todo don bueno y perfecto viene de Dios. Así que no hay razón para sentir envidia.
Recuerdo cuando jugaba a la pelota, varios deportes cuando era niño, sobre todo el baloncesto. Había una frase que teníamos para alguien que, cada vez que le tirabas una pelota, era como tirarla a un pozo sin fondo; nunca recuperabas la pelota, ya te imaginas. Es como un agujero negro de la galaxia. En cuanto la tocaba tenía que tratar de anotar y a esos tipos los llamábamos «acaparadores» porque nunca soltaban la pelota. Nunca le daban a nadie la oportunidad de anotar. Pero teníamos otra expresión para esos tipos en esos días y la expresión era esta: «Cazadores de gloria». ¿Alguna vez has oído esa expresión? Un cazador de gloria: «Quiero la gloria, toda la gloria». Recuerdo que un entrenador nos vio un día en el camerino y dijo: «Chicos, no necesitamos cazadores de gloria aquí». Dijo: «Hay suficiente gloria para todos».
No es que el honor sea algo que Dios haya puesto en su universo en suministro limitado, como los diamantes y el oro. Si somos honorables, recibiremos honor y ¿por qué deberíamos sentir envidia cuando alguien más recibe honor? Debemos dar honor a quien lo merece y hay suficiente honor para todos. Así que hay un sentido en el que la envidia es irracional. Es casi infrahumana, pero es demasiado humana. Su reflejo más profundo refleja un corazón que no confía en Dios y que no está satisfecho con la mano de la providencia de Dios, no valora los dones que Dios nos ha dado y es el reflejo de no ser apropiadamente agradecido. Si estoy verdaderamente agradecido con Dios por lo que me ha dado, entonces no hay lugar para la codicia, ¿no? En el momento en que soy codicioso, traiciono mi gratitud hacia Dios.
Cuando analizamos el aspecto de la profundidad de la codicia y vemos de dónde viene, de un corazón que está insatisfecho con Dios, un corazón que envidia a otras personas… también vemos que una de las razones por las que está tan prohibida en Israel es porque la codicia es la fuerza motivadora detrás de muchos de los otros aspectos que están prohibidos en los Diez Mandamientos. Cuando codiciamos, estamos a un paso de robar. Cuando codicio la mujer de otro, estoy a un paso del adulterio. Cuando codicio la vida de otra persona, ya estoy dando un paso en dirección al asesinato. Cuando codicio el estatus de otra persona, estoy a un paso de dar falso testimonio, de calumniar, de chismosear, de mentir.
Dios, quien entiende el corazón humano con tanta precisión, tenía una razón para poner la codicia como una bandera delante de Su pueblo, porque Dios vio que era el pozo de donde lo tóxico y venenoso fluye a todas estas áreas de las relaciones humanas. Tenemos que ser conscientes de ello en el instante en que aparece en nuestro corazón. Por eso me sorprende que casi nunca escuchemos sermones sobre esto porque desde la perspectiva de Dios, en la sabiduría de Dios, Él conoce las raíces de la amargura, Él conoce las raíces de los celos, Él conoce las raíces del adulterio, Él conoce las raíces del asesinato, Él conoce las raíces de la ira y Él las encuentra en el corazón que codicia lo que otro tiene. Por eso es enfático cuando concluye los Diez Mandamientos diciendo: «No codiciarás nada que sea de tu prójimo». De modo que el decálogo llega a su fin y leemos estas palabras: «Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonido de la trompeta y el monte que humeaba. Cuando el pueblo vio aquello, temblaron, y se mantuvieron a distancia. Entonces dijeron a Moisés: “Habla tú con nosotros y escucharemos, pero que no hable Dios con nosotros, no sea que muramos”». Esa fue la primera reacción a la entrega de la ley de Dios: «No dejes que Dios hable con nosotros» y me temo que sigue siendo la reacción del pueblo de Dios, en la medida en la que nos alejamos todo lo que podemos de la enseñanza de la ley.
CORAM DEO
En estos últimos días nos hemos tomado el tiempo de examinar detenidamente la ley de Dios. Hemos examinado los principios que rigen nuestra comprensión de la ley divina y luego hemos analizado individualmente los Diez Mandamientos que componen el decálogo. Vimos que el «santo» en el Antiguo Testamento, así como en el Nuevo Testamento, se define como una persona que ama la ley de Dios porque es Su ley y porque nos revela Su carácter y Su bondad. También nos revela nuestra pecaminosidad y tal vez por eso no nos gusta.
Pero en la revelación de nuestra pecaminosidad que vemos en el espejo de la ley, incluso eso es misericordia y gracia porque tiene el efecto de señalarnos a Cristo; y para mí lo más asombroso sobre Jesús no es simplemente que Él murió por mis transgresiones de la ley y cayó bajo la maldición de la ley en mi nombre, sino que lo que es insondable para mí es que Él guardó la ley. La cumplió perfectamente. Nunca codició. Nunca deseó con lujuria. Nunca mintió. Nunca engañó. Nunca robó. Nunca se enfadó sin motivo. Era perfecto y le da el beneficio de Su mérito a todos los que confían en Él.
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